martes, 23 de abril de 2013

CÓMO ACABÉ MI CUARTA DIEZ MIL: DEDICADO A ESTHER Y MIGUEL

Ustedes probablemente se estarán preguntando quiénes son Esther y Miguel y qué demonios habrán hecho para tener el "honor" de que esta patosa corredora les dedique no sólo la entrada del blog, sino la carrera del domingo. Ambos son runners y seguidores de la página de "A trote cochinero" en Facebook. Esther corría también el domingo y me mandó un post en el que decía que si acababa me dedicaría la carrera. Le contesté que si yo terminaba, aparte de dedicarle la carrera también le dedicaría esta entrada, así que ahí va, campeona. Lo que tú no sabías ni yo tampoco es que la dedicatoria iba a ser compartida.
Miguel, alias "Cabañés", es tan gallego como yo y como el pulpo con cachelos, y además tiene un blog donde cuenta sus experiencias con las zapas, entre otras cosas: http://muchocaminoporandar.blogspot.com.es/. Lo de gallego viene a cuento porque siendo ambos runners (el más que yo) era cuestión de tiempo que acabáramos conociéndonos en persona, cosa que sucedió el domingo y de la que me alegro enormemente, porque si no llega a ser por él, a lo mejor no habría corrido esta carrera.
Vayamos por partes, como Jack el Destripador, y no adelantemos acontecimientos. Al igual que el año pasado, mi marido corría la maratón y yo los diez kilómetros. Al igual que el año pasado, pasamos el día anterior comidos por los nervios. Al igual que el año pasado, el despertador sonó puntualmente a las siete y media. Y a diferencia del año pasado, no se escuchaba ningún "uuuuh" por el patio. El día había amanecido radiante, perfecto. Quizá no tan perfecto para los que afrontaban los cuarenta y dos kilómetros, ahora que lo pienso...
Salimos de casa vestidos de verde esperanza para encontrarnos, al igual que el año anterior, con la recua de juerguistas que aún no se había acostado y que nos deseó suerte con excesivo fervor. Ya por el camino nos dimos cuenta de que había más ambiente que en la primera edición, es lo que hacen unos míseros rayos de astro rey, fíjense. Llegamos a la salida y aquello ya bullía a las ocho y cuarto de la mañana. Mi chico se fue a calentar y a concentrarse y yo a dar una vuelta a ver a quién me encontraba. Y me encontré a  mi amigo Jorge y a Miguel, que está lesionado y tuvo el buen humor de venir a animar desde Ferrol una carrera que yo sabía que lamentaba en el alma no poder correr. En cuanto me vieron con la camiseta térmica se echaron las manos a la cabeza, insistiendo en que me la tenía que quitar, que me iba a cocer con ella. Teniendo en cuenta que no llevo los refajos de mi abuela para correr porque deben de estar apolillados y que Jorge va de manga corta sí o sí y que Miguel suele llevar su inseparable camiseta de manga sisa de enero a diciembre, no tuve muy en cuenta su sugerencia. Me dirigí a casa de mi suegra a dejar la bolsa, como siempre, y a mitad de camino no sé cómo me miro los pies y se me cae el mundo encima, por no decir todo el sistema solar. Me había olvidado de ponerme el chip de control, que a esas horas debía de estar durmiendo el sueño de los justos en el sofá de casa.
Nadie en su sano juicio podría imaginarse el cabreo que me agarré. No por el hecho de correr sin chip, que ni se me pasó por la cabeza. Fue el hecho de haberme olvidado de ponerlo lo que me indignó hasta convertirme casi en el increíble Hulk (total, ya iba de verde). Porque a mí esas cosas no me pasan, yo soy como Franco, lo dejo todo atado y bien atado, y el día anterior a una carrera preparo las cosas con mimo y por orden, colocando todo en una percha. Soy una obsesa del control. Total, que mi mierda de filosofía del NPN se fue al carajo en milésimas de segundo (ésas que el chip no iba a contabilizar), empecé a ver rojo y decidí que no corría, que me iba a casa. Y en ese momento me encontré a Miguel, que se volvió a echar las manos a la cabeza cuando le conté lo ocurrido y mi decisión, y me dijo que no fuera tonta y que corriera igual, que ojalá pudiera correr él, con o sin chip, pero yo me mantuve en mis cabreados trece. Ese es uno de los motivos por los que corro: para controlar mi mal genio. Me alejé furiosa, buscando una pared donde darme de cabezazos hasta que se me saliera la poquísima masa encefálica que tengo, pero no había ninguna disponible, todo el mundo las estaba usando para calentar. Entonces reflexioné y, por un momento, vi la luz. Pensé en Miguel, que había venido a animar una carrera que estaba deseando correr, y entendí que tenía toda la razón. Pensé en Esther, que probablemente también pensaría en mí mientras intentaba terminar su reto. Volé a casa de mi suegra, me quité la dichosa camiseta térmica y me fui a calentar cagando leches porque ya quedaba muy poco para dar la salida. Para acabar de animarme, en el cajón estaban Paloma y Antonio. Me alegré un montón de verlos.
Tanto en la salida de la maratón como en la de diez kilómetros se guardó un respetuoso minuto de silencio en memoria de los damnificados por el atentado de la maratón de Boston. De hecho, la mayoría de nosotros llevábamos el lazo negro facilitado por la organización. Sonó el pistoletazo de salida y empecé a patear siguiendo la táctica que he adoptado últimamente: coger la ventaja en los primeros kilómetros.
Foto propiedad de Riazor Atletismo

Me encanta correr en La Coruña, las carreras allí se me pasan rapidísimo a pesar del dolor y el esfuerzo, aunque sólo sea por la maravillosa vista que ofrece el paseo marítimo. Y con el día que hizo el domingo, ni les cuento. Había mucha gente animando y fue estupendo ir todo el tiempo rodeada de corredores, porque, a diferencia del año pasado, nunca fui sola. Cuando me quise acordar ya estaba llegando al kilómetro cinco y recogiendo la botella de agua que, por no variar, me tiré por encima. Menos mal que acabé haciéndoles caso a estos dos y sacándome la camiseta térmica. Qué pena no haber llevado las mallas cortas. Entre el cinco y el seis me pasaron los primeros de la maratón (el año pasado me pasaron en el primer kilómetro). Para entonces ya me había invadido la euforia y había conseguido disociar mi cuerpo en partes para intentar olvidarme de que tenía piernas. Y poco después, sentí el primer pinchazo en el hombro derecho. Agudo y desagradable. Relajé un poco los brazos a ver si se me pasaba, pero pronto otra preocupación comenzó a invadirme: un dolor agudo en la parte de atrás de la rodilla, en la corva. No lo suficientemente molesto como para hacerme parar, pero sí como para romperme la cabeza. Me acompañó hasta la entrada en meta. Empecé a devanarme los sesos pensando en qué habría hecho mal, hasta que me vino un flashback: me visualicé a mí misma subiendo la pierna izquierda a una valla demasiado alta con la fuerza de quien descarga cajas en el muelle.
Evidentemente, a partir de la mitad del recorrido la mayoría de los que había pasado en la salida comenzaron a rebasarme sin compasión. Para entonces ya iba yo concentrada en los que me cruzaba de la maratón, que estaban dando la segunda vuelta, a ver si veía a mi costillo, pero ni rastro... Creo que uno de los motivos por los que corro los diez es para no quedarme en casa mordiéndome las uñas mientras él hace la maratón. Así, por lo menos, sólo me las muerdo la última hora, cuando ya me he duchado y mi cerebro empieza a funcionar con normalidad.
Foto: Voz de Galicia
A todo esto, la (cojonuda) organización había contratado a varios grupos de rock para amenizar el trayecto, de los que no me enteré porque llevaba mi propia música para inhibirme un poco, ya sabéis que detesto tanto el ruido de mis pies como el de mi respiración, me pone nerviosa. Enfilé el kilómetro ocho para correr ya por el centro y el público se había cuadruplicado. Como siempre, me rechifló que la policía parara el tráfico para dejarme pasar.
El último kilómetro fue un infierno. Apretaba el calor, la pierna me dolía bastante y los pulmones ya empezaban a amenazar con estallar. Muy oportunamente, los de la banda de rock tocaban con denuedo "Mi pobre corazón", de Fito y Fitipaldis. Me pregunté con la última neurona que me quedaba si estarían de cachondeo. A unos quinientos metros de la meta me encontré a Miguel encaramado a lo que creo que era la entrada del parking y nos chocamos la mano. Una corredora a la que había pasado en el primer kilómetro aprovechó para cobrársela y adelantarme cuando ya no quedaba nada, pero yo ya no podía más. Lo único que me preocupaba era llegar en menos de una hora y ocho, que había sido mi último tiempo.
A falta de tiempo oficial (el neto suele ser menos), crucé la meta en una hora, siete minutos y diecisiete segundos. Estoy contenta, he vuelto a bajar mi tiempo y la acabé en diez minutos menos que el año pasado. Me queda una diez mil este año, en octubre, y tengo clarísimo que no llegaré a bajar los siete minutos que quedan hasta la hora. Tendré que sudar y sufrir cada segundo.
Subir hasta casa de mi suegra a desayunar fue relativamente fácil. Adoro esos desayunos, aunque no puedo comer mucho, el esfuerzo está reciente y no me entran grandes cantidades de comida. El problema fue bajar. Tras un parón de veinticinco minutos me había olvidado de la pierna por completo, pero la hija puta se encargó de manifestarse cuando empecé a bajar las escaleras, pegué un chillido que se debió de escuchar en la Torre de Hércules. Tuve que bajar abrazada literalmente al pasamanos. Crucé la plaza cojeando, vi llegar a meta a Pedro Nimo y me encaminé a mi casa a uno por hora fijándome en todos y cada uno de los corredores de la maratón, esperando ver a mi chico y comprobar que seguía vivo. No tuve suerte. Apareció a las doce y pico con la medalla colgada del cuello, cojo de las dos piernas y una sonrisa gigantesca: había terminado en tres horas dieciséis, un cuarto de hora menos que el año pasado.
Pues así terminé mi cuarta diez mil, mi décima carrera: sin chip y con una pata coja, pero contenta por haberla terminado en menos tiempo. Ayer puse un mail a Championchipnorte preguntando cómo les reenviaba lo que era suyo y hoy lo mandé por correo. Aún cojeo un poco. Tengo un buen puñado de agujetas y he sacado algo en limpio de todo esto: jamás en mi vida me volveré a dejar el chip en casa. Al paso que voy, lo más probable es que me deje la cabeza...


lunes, 15 de abril de 2013

VEINTIÚN MESES CORRIENDO: Y EL VENENO SALIÓ DE MI CUERPO

retomaraton.wordpress.com
Hola, queridos vaguetes. No, no me ha picado una víbora, ni un escorpión, ni una viuda negra. No, no tomo anabolizantes. No, no he fabricado más ácido láctico del habitual por exceso de entrenamiento. No, no he tomado cicuta/cianuro/estricnina o similar en un acceso de desesperación, asqueada de mi bajo rendimiento. Simplemente, el veneno de correr ha salido de mi organismo. Y tengo mi cuarta diez mil dentro de seis días.
¿Quiere esto decir que lo dejo? En absoluto. He llegado al final de un proceso de desintoxicación que se inició hace meses y contra el que he estado luchando contra viento y marea. Sencillamente, me he cansado de luchar. Tiro la toalla. Y estoy contenta con la decisión.
Cuando empecé en esto del trote hace ya veintiún meses, a las ocho o diez semanas me di cuenta de que estaba siendo víctima de un enganche peligroso, sensación que se centuplicó tras correr mi primera carrera popular. Me obligaba a salir a entrenar sí o sí, en cualquier situación climatológica, aunque cayeran chuzos, estuviera cansada o tuviera otra cosa que hacer. Esto fue "in crescendo" hasta que me topé, hace unos ocho meses, con una situación de sobreentrenamiento de la que creo que aún no me he recuperado del todo. Tras ese punto álgido, comenzó la lucha. Me di cuenta de que estaba metida en un combate entre lo que quería mi cerebro (seguir entrenando a dolor) y lo que me decía mi cuerpo (bajar el ritmo o incluso dejarlo). Entré entonces en una espiral de remordimientos de conciencia continuos y aún así manteniendo más o menos un ritmo uniforme de entrenamientos: tres días a la semana, etc. Lo malo de las espirales es que resulta complicado salir de ellas, así que aproveché la puerta abierta de las vacaciones de semana santa para tomarme un descanso. Como me iba a ir de viaje y no iba a poder entrenar, decidí descansar, recapacitar e intentar volver a los orígenes: correr como actividad sana que me mantiene en forma. Y ha sido como quitarme un peso de encima, lo juro. He decidido adoptar la filosofía del NPN: no pasa nada. ¿Que hoy no me apetece ir? no pasa nada. ¿Que hoy fui e hice un tiempo más penoso que de costumbre? No pasa nada. ¿Que hice menos distancia de la prevista? No pasa nada. Ya está bien de culpabilidad judeo-cristiana.
Resumiendo: que he decidido dejar de prepararme para las carreras populares, que no dejar de correr ni de ir a las carreras populares. Lo que tenga que sonar, sonará. Quizá si no hubiera bajado los tiempos en las tres últimas entrenando muy poco no habría tomado la decisión. ¿Será para siempre? No pasa nada. ¿Volverá mi obsesión? No pasa nada.
A todo esto, el domingo corro mi carrera favorita: los diez kilómetros de La Coruña paralelos a la maratón. Parece ser que el tiempo será más misericordioso con nosotros que el año pasado, lo cual tampoco es muy difícil. Lo siento por mi marido y me alegro por mí. No he perdido la ilusión por ir, pero no he entrenado mucho. Firmo por el tiempo de mi última diez mil sin mirar: 1:08. Lo máximo que he corrido estos días han sido seis kilómetros y arrastrando un poco el culito, pero... NPN. Y la semana que viene estaré por aquí contando la crónica, por supuesto, porque termine o no... ¡NO PASA NADA!