martes, 19 de marzo de 2013

LAS PULSACIONES DE LOS COJ... Y LOS COLEGAS DE FACEBOOK

www.tecnoadicto.net
Me congratula decir que la página de facebook de "A trote cochinero" va teniendo cierto número de seguidores, tanto amigos de toda la vida como anónimos. Lo de los conocidos tiene su lógica, que para eso son amigos míos. Lo de los anónimos me hace más gracia, pues supongo que habrán aterrizado por aquí por puritita casualidad y deciden quedarse. Sepan que son muy bienvenidos. Diré, de paso, que la mayoría de ellos, tanto amigos como recién llegados, corren más rápido que yo. Como si eso fuera muy difícil, vaya. El espectro de seguidores es amplio: algunos han corrido maratones y otros están empezando. Algunos recuerdan sus comienzos leyendo mis desgracias y otros, simplemente, son tan desgraciados como yo en esta ardua andadura, nunca mejor dicho. Y algunos me hacen preguntas. Y yo insisto: sólo puedo aportar mi opinión a nivel usuario, eso es lo que le contesté a Nuria cuando me preguntó cuándo iban a bajar sus pulsaciones.
El tema de las pulsaciones veo que crece en progresión geométrica a la vez que lo hace la edad del runner neófito. Los que empiezan a los veinte años no se preocupan por tales chorradas, es complicado que caigan fulminados por infarto miocardio en mitad del asfalto. Pero cuando uno ya está más cerca de los cincuenta que de los cuarenta y además coquetea con el cilindro nicotínico, como es mi caso, durante los primeros meses el saber cuántos latidos por minuto da la patata se convierte en un trastorno obsesivo-compulsivo.
Bien, después de veinte meses de autoobservación y pegada al pulsómetro como una lapa (sí, tengo dependencia, lo reconozco), he llegado a algunas conclusiones que expuse a Nuria en cuatro palabrillas y que paso a desglosar aquí con un poco más de enjundia, que tengo más espacio. Lo primero, el rango de pulsaciones, es decir, el que va desde las que tienes en reposo, recién despierto, hasta las máximas que puede dar tu patata antes de estallar. Las primeras son modificables, las segundas no. Todos tenemos un techo de pulsaciones que no se puede rebasar, y la única manera de saberlo de forma certera y fiable es hacerse una prueba de esfuerzo. Ya dije en otra entrada que hay unas tablas aproximativas que tiran por lo bajo. En mi caso, como unas 20 por lo bajo.
Las pulsaciones que bajan al entrenar son las pulsaciones en reposo. Yo nunca me las he medido en reposo absoluto, no tengo paciencia, ni ganas, ni tiempo y además me levanto de mala leche, pero sí me las he controlado en reposo "de sofá", y han bajado de ochenta y pico a setenta en un año. Eso quiere decir que necesito menos esfuerzo para bombear la misma cantidad de sangre, lo que lleva a ciertas modificaciones en el rango de pulsaciones "altas", que es el que tenemos al correr o hacer cualquier otra actividad aeróbica. Al cabo de un año corriendo, a idénticas pulsaciones correrás más rápido.
Por poner un ejemplo, y ahora me congratulo de llevar registro de todos mis entrenamientos, porque levanta la moral y sirve para hacer posts como éste, hace doce meses a 150 pulsaciones hacía un kilómetro casi en 8 minutos, ahora con las mismas pulsaciones lo hago en 7,20. Los cambios son casi imperceptibles de un mes para otro, pero si se hace un registro concienzudo, al cabo de un año notarás la diferencia.
Hay otra cuestión: a medida que uno va entrenando, aguanta cada vez más tiempo en rangos de pulsaciones más altas, incluso en el umbral anaeróbico. ¿Cómo saberlo sin arriesgar demasiado? Bueno,  la forma de comprobarlo más certera y más peligrosa quizá es probarse en carrera. Recuerdo mi primera San Silvestre: me juré a mí misma que no pasaría de las 158 pulsaciones: corrí a una media de 169 durante una hora. Las establecí como tope para las siguientes carreras de más de cinco kilómetros hasta que corrí mi segunda diez mil a una media de 179. Como no me he muerto asumo que puedo mantener ese ritmo durante diez mil metros. Otra forma no tan agresiva de ponerse a prueba es haciendo series y correr durante unos minutos subiendo las pulsaciones. Entiendo que durante un tiempo estuve haciendo el pinzo por no arriesgar, pero con la salud no se juega.
El dejarse llevar por la marea de la salida de una carrera popular resulta determinante para ver el aguante que se tiene. Uno lleva una idea en la cabeza sobre el ritmo que debe llevar y de repente ve sus esquemas totalmente rotos al darse cuenta de que para seguir a los demás va a tener que subir su frecuencia cardíaca sobre el tope que se había impuesto a priori. En la primera que corrí iba con mucho miedo a que me diera un patatús, ahora, una vez pasada la incomodidad de los primeros minutos (un par de kilómetros, quizá) y establecido el patrón de respiración, acabo sintiéndome cómoda corriendo en rangos altos. Procuro no pasar durante mucho rato de ese tope de 179 y dedicar un ratillo de cada kilómetro para bajar hasta 167-170. Pero, insisto, eso es lo que me sirve a mí, no sé cómo resultaría en otra persona.
En cuanto al tema de correr sin pulsómetro, ni se me pasa por la cabeza, al menos en una carrera. Lo de los entrenamientos es harina de otro costal y a veces no lo llevo. Es lo que se llama correr por sensaciones. Pues bien, cuando tengas la SENSACIÓN de que te vas a morir, es momento de bajar el ritmo. La mayoría de los corredores con cierta experiencia prescinden del cacharro para entrenar, de hecho yo heredé el de mi marido porque lo tenía arrumbado en un cajón criando polvo. La primera vez que lo usé controlaba tanto del asunto que, y juro que lo que voy a contar no es broma, me lo puse por ENCIMA de las tetas en vez de colocarlo por debajo, de ahí la foto que he elegido para la entrada de hoy. Me da un sofocón cada vez que lo pienso. Y desde entonces, raras veces he corrido sin él. Eso sí, procuro no mirarlo más de una vez por kilómetro y lo tengo en modo silencio para que no vaya pitando y dando la vara al personal. Si no llevas pulsómetro se dice, se comenta, se rumorea que la forma de saber si uno está corriendo a ritmo cómodo es llevar una conversación con la voz ligeramente entrecortada. El otro día hice la prueba cuando salí con mi marido a hacer un rodajillo suave y fui capaz de correr y hablar al mismo tiempo sin morirme.
En fin, corras con o sin pulsómetro, corre con la cabeciña, por favor.



martes, 12 de marzo de 2013

OCHO MESES DOS PUNTO CERO: VEINTE MESES CORRIENDO. MAILLOT A LA IRREGULARIDAD

corredorcansao.blogspot.com
Me encantaría poder decir que estoy a tope de power y devorando asfalto como una loca, pero no es verdad. De hecho, creo que no he cogido el ritmo desde septiembre. Lejos de ir mejorando en la regularidad de mis entrenamientos, creo que cada vez voy a peor. Supongo que todo el mundo pasa épocas buenas y malas y yo me he dado contra un muro enorme, y eso que no corro maratones. Sobre todo por inesperado, porque pensé que el segundo año sería muchísimo mejor que el primero y que, motivada por la continua mejora, sería mucho más disciplinada, pero no.
Que he mejorado, de hecho, ya "sólo" me separan ocho minutos (una puta eternidad) de mi objetivo. He bajado nueve minutos en diez kilómetros desde el año pasado entrenando menos, pero la maldita realidad es que ahora para ir a la calle casi necesito un policía que me vaya empujando por las escaleras del edificio y casi a punta de pistola. No todos los días, por supuesto, pero sí muchos de ellos. Es una pena, pero es lo que hay. Vendrán tiempos mejores, digo yo. El año pasado por estas fechas hacía rodajes de nueve o diez kilómetros un día a la semana. Este año no paso de seis ni queriendo. Hago descansos demasiado a menudo. Pospongo salidas para el día siguiente y a veces no hago las tres reglamentarias. Sin embargo, sigo teniendo en mente mi calendario de carreras, la próxima es el 21 de abril, y espero que, pasado el coñazo del cambio de estación, que lo llevo muy mal, retome con más ganas. Ya he dicho alguna vez que me aterrorizan los parones y los descansos por si llegan a ser definitivos.
Sigo diciendo que el tiempo no ayuda. Lleva lloviendo día sí y día también desde noviembre. El jueves pasado volví para casa como una completa sopa, tiritando calada hasta los huesos. Necesité una ducha de veinte minutos para entrar en calor y volver a sentir los dedos de las manos. Lo gracioso es que me crucé con dos chalados más que iban tan empapados como yo. 
Estoy pensando que a lo mejor lo que necesito es un parón de un mes. Pero... ¿y si después no vuelvo? El mes que viene, la respuesta.

lunes, 4 de marzo de 2013

PADRÓN 2013: CÓMO ACABÉ MI TERCERA DIEZ MIL

Foto propiedad de Fata Morgana
Para quien se lo esté preguntando, ya le respondo por anticipado que sí: Padrón es la localidad de donde son los pimientos que a veces pican. Y además celebra un par de carreras importantes al año, hasta tal punto que ésta, la popular, que va por su undécima edición, tiene homologada la distancia desde el año pasado y eso ha hecho que cada vez haya más nivelazo en los participantes. Así que no pude remediar sentirme como un pulpo en un garaje.
Había ido a Padrón dos veces como ayudante de campo anteriormente y siempre me gustó el ambientazo. Como antes de la absoluta hay carreras en otras categorías, aquello está petado de gente animando. Es un público encantador el de la localidad coruñesa, no paran de animar. Ojalá hubiera podido contestar a todos los que me transmitieron su solidaridad, pero estaba demasiado ocupada en seguir existiendo.
En fin, vayamos por partes que yo enseguida empiezo a divagar. Empezó la carrera a las seis de la tarde, unos ochocientos y pico participantes. Mucho nivel, mucha camiseta de club de atletismo. Cuatro cajones, mi marido al dos y menda lerenda al cuatro, con la plebe, que una es muy plebeya y muy working class. Toda la semana haciendo el vago sin entrenar ni una sola vez, última salida, el domingo anterior cinco paupérrimos kilómetros. La ola de frío me había anclado al sofá como una garrapata al cogote de un perro. Por la mañana, aprovechando el día radiante, nos habíamos dado un paseo de cuatro kilómetros para darle un poco de vidilla a los cuádriceps, y ése fue todo mi entrenamiento semanal para tan magno acontecimiento. Toma ya.
El recorrido de la popular de Padrón consiste en dos vueltas de cinco kilómetros bordeando el río. Es muy agradable y relajante para pasear. Correr es otra historia, porque en la segunda vuelta te da la impresión de estar teniendo un dejà vu de los malos, de los chungos, que si ya ibas jodido en la primera ronda, en la segunda ni te cuento, siempre llevas cinco kilómetros más a tus espaldas, jodido al cuadrado. Por lo menos, no había ni lluvia ni viento ni calor que vinieran a prolongar mi sufrimiento. Afortunada que es una. 
Como siempre, mi estrategia de carrera fue el socorrido "sálvese quien pueda" en cuanto oí el pistoletazo: gambear todo lo posible hasta que mi maltrecho organismo empiece a dar señales de colapso inminente. Me dejé llevar por la marea, que pateaba a cristo y a su madre, ya dije más arriba que había nivel, Maribel, y en el primer kilómetro ya llevaba un bagaje considerable para conseguir mi objetivo: terminar en una hora y diez. Mi última diez mil la había acabado en hora y doce, allá por octubre. Iba yo los primeros quinientos metros muy animada por la música de B-Movie cuando noté que me tocaban en el hombro. Era una corredora tocapelotas que me informaba de que no se podían usar cascos durante la carrera. Le dije que mientras no me avisara nadie de la organización iba a seguir oyendo música. Y entonces rebobiné. Efectivamente, el año pasado yo estaba situada en la meta haciendo fotos y en el paso de los cinco kilómetros el juez había amonestado a unos cuantos con el tema de los auriculares.
En el kilómetro dos ya había establecido el ritmo de carrera (179 ppm) puesto que el trazado era completamente llano, y corría bastante eufórica, a pesar de que me iba pasando hasta el tato. Entre el 4 y el 5 pensé que ya iba de última, sobre todo cuando me pasaron doblados los cuatro primeros en llegar a la meta. En el paso de los cinco había muchísima gente animando y animándome a mí, por cierto. El juez me señaló los cascos e hizo un gesto negativo con un dedo tan amenazador que podía servir para hacer tactos rectales. Asentí con la cabeza y me los quité. Una chica del público me dijo que no le hiciera caso y que siguiera con ellos puestos, así que me los fui poniendo intermitentemente, cada vez menos.
Fue chungo hacer la segunda vuelta completamente sola y sin más entretenimiento que mi propia respiración, entrecortada y jadeante. Pero como para entonces ya andaba yo haciendo multiplicaciones y divisiones (con lo mal que se me dan las matemáticas, poddió) para intentar calcular si podía acabar en hora y siete, no lo llevé demasiado mal. La velocidad de crucero estaba adquirida y me sentía contenta por poder hacer los diez kilómetros a menos de siete minutos por kilómetro. En el kilómetro siete, hablando de números proféticos, me empecé a encontrar con algunos que, acabada la carrera, estaban dando una tercera vuelta al circuito. Sólo de pensarlo entré en agonía.
En el kilómetro nueve ya estaba mi marido esperándome para hacer el último tramo conmigo hasta la meta. Le semibalbuceé que iba más o menos bien y que intentaría la hora y siete, pero la verdad verdadera es que ya no podía con el culo, ni con los pulmones, ni con la más mínima célula de mi cuerpo. Crucé la meta en una hora, ocho minutos y dos segundos. Teniendo en cuenta que días antes firmaba sin mirar la hora y diez, me siento satisfecha. Lo que ya me gustó muchísimo menos fue la idea de volver a cerrar la lista de participantes que llegaron a meta, ya me estaba acostumbrando yo a dejar a unos cuantos por debajo. A lo bueno se acostumbra uno enseguida, ya sabemos.
Otros años recuerdo que el avituallamiento de la meta era espectacular, parecía las bodas de Camacho. Iba yo ya los últimos kilómetros relamiéndome pensando en una isotónica, así que ni les cuento la cara de gilipollas que se me quedó cuando llegué al puesto y vi que sólo quedaba agua, muchas manzanas y UNA miserable barrita de cereales que desapareció por mi gaznate más rápido que decirlo. Del masajista, ni trazas, pero tampoco me hacía falta. No tuve el menor dolor durante la carrera, a excepción del culo en los últimos kilómetros y una pequeña torcedura de tobillo en el kilómetro cinco que no me impidió seguir gambeando.
Y cuando ya íbamos hacia el coche, la sorpresa final: nos cruzamos con el que llegaba de último, o de penúltimo, no lo sé. Un señor bastante mayor con más moral que el alcoyano y con un aspecto bastante más fresco del que llevaba yo unos ocho minutos antes. Inmediatamente pensé en que el pobre hombre no iba a tener ni una miserable barrita de cereales, puesto que yo acababa de comerme la última. Los de championchip, como siempre, rapidísimos, sacaron los resultados al poco rato y podías consultar el tuyo a través del código QR que incluía el dorsal. Viva la tecnología. Así me enteré de que había llegado de antepenúltima y de última entre las cien mujeres que habían corrido. Y yo encantada: había cumplido mi objetivo en dos minutos menos y no me había muerto. ¿Qué más se puede pedir?
Y es que la cosa es como le dije yo a la del puesto de control del 7,5: no es peor que parir.