lunes, 8 de octubre de 2012

CÓMO ACABÉ MI SEGUNDA DIEZ MIL: CRÓNICA DE LA VI CORUÑA 10

Consideraciones previas: 
1. Ustedes ven que encima justo de esta entrada está un cuadro con mis zonas cardíacas ¿no? Bien, no lo pierdan de vista.
2. La Coruña es una bella ciudad atlántica que se caracteriza principalmente por sus frescas temperaturas. 24 grados en La Coruña suponen una sensación térmica de por lo menos 30. Sensación incrementada si sopla viento sur.

Dicho esto, vayamos al tajo:
Es altamente probable que escribir esta entrada me lleve tres días o cuatro. No sé con exactitud cuántos huesos hay en el cuerpo humano. ¿206, quizá? Bien, a mí en este momento me duelen unos 706. Hace unas diez horas que terminé mi segunda carrera de diez kilómetros con el mayor subidón de adrenalina que he tenido en mi vida. Y eso que no iba a ir. Y eso que me apunté el penúltimo día, con una contractura de cervicales que no me dejaba maniobrar con el coche marcha atrás ni levantar el brazo. Y eso que mi entrenamiento de este último mes decía a gritos que no fuera. Pero fui, porque soy una maldita mula y me gusta correr en mi ciudad. Y la acabé, porque a cabezona no me gana ni dios.

La Coruña 10, que ya va por su sexta edición, pertenece a una especie de trilogía running coruñesa que se completa con La Coruña 21 y La Coruña 42. De hecho, mi última (y primera) diez mil fue la que se organizó paralela al maratón, en abril. Y yo estaba envenenada, porque había llegado de penúltima y quería bajar mis tiempos hiciera falta o no. Y hoy conseguí bajar de 7,40 el kilómetro a 7,15. Les recuerdo que mi nuevo reto es bajar a 6' en diez kilómetros de aquí a julio. En los últimos meses había probado varias estrategias: empezar a toda hostia y luego aflojar. Empezar floja y luego ir a toda hostia... el resultado era más o menos parecido, así que decidí buscarme un buen culo al que agarrarme, pero no encontré ninguno que fuera al ritmo que yo quería, así que al final fui a mi bola. Paloma y Antonio no corrían esta vez y yo no tenía liebre que me contuviera o que me estimulara si aflojaba mucho.

Bueno, pues allá nos fuimos mi marido y yo a correr ni juntos ni revueltos (salíamos en distintos cajones, que él ya es veterano en estas lides y medio liebre) con un calor de mil demonios. Si la carrera hubiera sido el sábado habría estado muy nublado y con chubascos ocasionales. Pero como fue hoy, tocó trotar a 24º (recuerden lo de la sensación térmica) con viento sur flojo y un sol de justicia. Chachi piruli. Casi tres mil pares de zapas acudieron a la convocatoria. Acabaron la carrera 2080. El ganador se ventiló los diez mil machacantes en treinta minutos y cuarenta segundos. Menda lerenda tardó una hora y doce minutos y dejó a once corredores a sus espaldas. Es un gustazo dejar de estar en la última página de la clasificación, se lo juro por lo más sagrado. Alguno creerá que bajar el tiempo en la misma distancia cinco miserables minutos, de 1h 17 a 1h 12 es una minucia, pero no es así. Bajar esos malditos 300 segundos supone correr medio minuto más rápido por kilómetro y una subida de unas cuantas pulsaciones en el ritmo cardíaco. Añadamos a eso el calor, las cuestas y dejarse llevar por el ritmo de carrera y ya tenemos los ingredientes para el pastel del sobreesfuerzo. Sobreesfuerzo que debió de ser común al grupo de corredores que me tocó en suerte, porque la mitad acabó andando en vez de correr y es la primera vez en mi vida que veo que los servicios de urgencias tienen que llevarse a gente en la ambulancia por desmayos y jamacucos varios. Y créanme, da mal rollito que te cagas, porque te da por pensar que el siguiente puedes ser tú.

Para que se hagan una idea, los días que salgo a correr medianamente relajada voy a un ritmo de siete minutos y no paso de las 160 pulsaciones. Hoy fui a 15 segundos más (aunque mi gps decía que mi ritmo era de 6'55'') y mi media cardíaca (cardíaca me pongo cada vez que lo pienso) fue de 179. El primer kilómetro lo hice a 5'30'', hasta que me topé con la cuesta del paseo marítimo que lleva hasta la torre de Hércules y tuve que aflojar. E incluso andar unos 100 metros casi al final de la cuesta. Para entonces, los primeros tres kilómetros estaban liquidados y yo me moría por una ducha helada. Notaba cómo me ardía la piel, me estiraba el sudor por la cara y los brazos para refrescarme. La mayoría de los corredores que me rodeaban turnaban andar y correr y yo seguía sin culito al que agarrarme. Empezó la cuesta abajo pero yo seguía hecha mierda por el maldito sol, hasta que en el kilómetro cuatro empezaron las zonas de sombra y vislumbré el puesto de avituallamiento como un beduino ve un oasis. Tan contenta me puse que apreté el ritmo para llegar cuanto antes a coger la botella de agua. No la usé para beber: me la tiré por encima y regalé al respetable un concurso unipersonal de camisetas mojadas. Si no llego a darme esa miniducha no sé qué habría sido de mí, de verdad. Entretanto, me daba tiempo a pensar en todo lo que he leído durante este último año acerca de correr pasado de ritmo y lo malo malísimo que es fabricar ácido láctico y el riesgo de colapso y que si patatín y que si patatán. Decidí que si llevaba la mitad del trayecto corriendo a semejante ritmo y no me había muerto pues probablemente era por lo que siempre he sospechado: mi umbral anaeróbico está mucho más alto de lo que dicen las tablas. Y, por lo que he hablado con otros runners, el del resto del mundo, también. Así que seguí corriendo a la espera de que llegara el momento de euforia que suele aparecer en toda carrera. Y lo hizo entre los kilómetros seis y siete. Es ese momentazo en que, por muy recontrajodido que vayas, a ti te parece que vas pisando algodones y ya te dan igual ocho que ochenta, porque sabes que vas a acabar y empiezas a disfrutar del evento y a relajarte. A punto estuve de sacarme el pulsómetro y tirarlo al mar, pero no tenía fuerzas. Y eso que siempre tuve claro que iba a acabar, lo que no quería era acabar de última.

Para entonces, muchos corredores ya iban claramente andando y con aspecto francamente desencajado. Me crucé con dos señoras en el paseo que se me quedaron mirando y musitaron: "Ay, pobre". Me sofoco enseguida y mi cara debía de ser como un semáforo en rojo, pero no me detuve. En el kilómetro ocho me tocaba pasar por delante de casa de mi madre y me hacía ilusión saludarla, y también calculé que mi marido ya habría terminado y me lo encontraría en algún punto del recorrido, como así fue. Mi madre no estaba en la ventana, se cansó de esperar y creyó que ya había pasado (como si fuera a pasar sin saludarla, vamos) y mi marido estaba en la esquina de la calle con una salvadora bebida isotónica para mí y un mensajillo de ánimo que me supo a gloria. Sólo quedaban dos kilómetros. Y, como Forrest Gump, seguí corriendo. El último kilómetro se me hizo muy largo, pues había que pasar por delante de la meta hasta el final de la calle, girar en la rotonda ciento ochenta grados y volver sobre tus pasos. Las ganas de quedarse en la meta sin ir hasta el final de la calle créanme que son francamente irresistibles. Es una especie de crueldad final por parte de la organización. Crucé la meta con esa alegría salvaje que me entra cuando veo que por fin he terminado, escuchando el Money de Pink Floyd a toda caña y deseando beberme un río.
foto: federación galega de atletismo
Hablando de la organización, creo que por los siete pavos que costaba inscribirse estuvo bastante bien, aunque no entiendo mucho de esas cosas. Además de comida y bebida en abundancia al terminar, había servicio de masajista. Quizá se echó de menos un segundo punto de avituallamiento para un día tan caluroso, pero por lo demás bien. No sé cómo estaba el tema de las consignas para dejar las cosas porque iba con lo puesto. Yo me largué para casa mientras me ventilaba medio litro de isotónica al mismo tiempo. Mientras me iba, los servicios de emergencias atendían a otro desmayado. Antes de llegar al portal un pinchazo en el ojo izquierdo me comunicó que el esfuerzo de la carrera iba a pasar su factura inminente en forma de migraña demoledora. Qué le vamos a hacer, quien algo quiere algo le cuesta.

¡Y pensar que hay gente que hace esto todos los fines de semana!





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