lunes, 4 de marzo de 2013

PADRÓN 2013: CÓMO ACABÉ MI TERCERA DIEZ MIL

Foto propiedad de Fata Morgana
Para quien se lo esté preguntando, ya le respondo por anticipado que sí: Padrón es la localidad de donde son los pimientos que a veces pican. Y además celebra un par de carreras importantes al año, hasta tal punto que ésta, la popular, que va por su undécima edición, tiene homologada la distancia desde el año pasado y eso ha hecho que cada vez haya más nivelazo en los participantes. Así que no pude remediar sentirme como un pulpo en un garaje.
Había ido a Padrón dos veces como ayudante de campo anteriormente y siempre me gustó el ambientazo. Como antes de la absoluta hay carreras en otras categorías, aquello está petado de gente animando. Es un público encantador el de la localidad coruñesa, no paran de animar. Ojalá hubiera podido contestar a todos los que me transmitieron su solidaridad, pero estaba demasiado ocupada en seguir existiendo.
En fin, vayamos por partes que yo enseguida empiezo a divagar. Empezó la carrera a las seis de la tarde, unos ochocientos y pico participantes. Mucho nivel, mucha camiseta de club de atletismo. Cuatro cajones, mi marido al dos y menda lerenda al cuatro, con la plebe, que una es muy plebeya y muy working class. Toda la semana haciendo el vago sin entrenar ni una sola vez, última salida, el domingo anterior cinco paupérrimos kilómetros. La ola de frío me había anclado al sofá como una garrapata al cogote de un perro. Por la mañana, aprovechando el día radiante, nos habíamos dado un paseo de cuatro kilómetros para darle un poco de vidilla a los cuádriceps, y ése fue todo mi entrenamiento semanal para tan magno acontecimiento. Toma ya.
El recorrido de la popular de Padrón consiste en dos vueltas de cinco kilómetros bordeando el río. Es muy agradable y relajante para pasear. Correr es otra historia, porque en la segunda vuelta te da la impresión de estar teniendo un dejà vu de los malos, de los chungos, que si ya ibas jodido en la primera ronda, en la segunda ni te cuento, siempre llevas cinco kilómetros más a tus espaldas, jodido al cuadrado. Por lo menos, no había ni lluvia ni viento ni calor que vinieran a prolongar mi sufrimiento. Afortunada que es una. 
Como siempre, mi estrategia de carrera fue el socorrido "sálvese quien pueda" en cuanto oí el pistoletazo: gambear todo lo posible hasta que mi maltrecho organismo empiece a dar señales de colapso inminente. Me dejé llevar por la marea, que pateaba a cristo y a su madre, ya dije más arriba que había nivel, Maribel, y en el primer kilómetro ya llevaba un bagaje considerable para conseguir mi objetivo: terminar en una hora y diez. Mi última diez mil la había acabado en hora y doce, allá por octubre. Iba yo los primeros quinientos metros muy animada por la música de B-Movie cuando noté que me tocaban en el hombro. Era una corredora tocapelotas que me informaba de que no se podían usar cascos durante la carrera. Le dije que mientras no me avisara nadie de la organización iba a seguir oyendo música. Y entonces rebobiné. Efectivamente, el año pasado yo estaba situada en la meta haciendo fotos y en el paso de los cinco kilómetros el juez había amonestado a unos cuantos con el tema de los auriculares.
En el kilómetro dos ya había establecido el ritmo de carrera (179 ppm) puesto que el trazado era completamente llano, y corría bastante eufórica, a pesar de que me iba pasando hasta el tato. Entre el 4 y el 5 pensé que ya iba de última, sobre todo cuando me pasaron doblados los cuatro primeros en llegar a la meta. En el paso de los cinco había muchísima gente animando y animándome a mí, por cierto. El juez me señaló los cascos e hizo un gesto negativo con un dedo tan amenazador que podía servir para hacer tactos rectales. Asentí con la cabeza y me los quité. Una chica del público me dijo que no le hiciera caso y que siguiera con ellos puestos, así que me los fui poniendo intermitentemente, cada vez menos.
Fue chungo hacer la segunda vuelta completamente sola y sin más entretenimiento que mi propia respiración, entrecortada y jadeante. Pero como para entonces ya andaba yo haciendo multiplicaciones y divisiones (con lo mal que se me dan las matemáticas, poddió) para intentar calcular si podía acabar en hora y siete, no lo llevé demasiado mal. La velocidad de crucero estaba adquirida y me sentía contenta por poder hacer los diez kilómetros a menos de siete minutos por kilómetro. En el kilómetro siete, hablando de números proféticos, me empecé a encontrar con algunos que, acabada la carrera, estaban dando una tercera vuelta al circuito. Sólo de pensarlo entré en agonía.
En el kilómetro nueve ya estaba mi marido esperándome para hacer el último tramo conmigo hasta la meta. Le semibalbuceé que iba más o menos bien y que intentaría la hora y siete, pero la verdad verdadera es que ya no podía con el culo, ni con los pulmones, ni con la más mínima célula de mi cuerpo. Crucé la meta en una hora, ocho minutos y dos segundos. Teniendo en cuenta que días antes firmaba sin mirar la hora y diez, me siento satisfecha. Lo que ya me gustó muchísimo menos fue la idea de volver a cerrar la lista de participantes que llegaron a meta, ya me estaba acostumbrando yo a dejar a unos cuantos por debajo. A lo bueno se acostumbra uno enseguida, ya sabemos.
Otros años recuerdo que el avituallamiento de la meta era espectacular, parecía las bodas de Camacho. Iba yo ya los últimos kilómetros relamiéndome pensando en una isotónica, así que ni les cuento la cara de gilipollas que se me quedó cuando llegué al puesto y vi que sólo quedaba agua, muchas manzanas y UNA miserable barrita de cereales que desapareció por mi gaznate más rápido que decirlo. Del masajista, ni trazas, pero tampoco me hacía falta. No tuve el menor dolor durante la carrera, a excepción del culo en los últimos kilómetros y una pequeña torcedura de tobillo en el kilómetro cinco que no me impidió seguir gambeando.
Y cuando ya íbamos hacia el coche, la sorpresa final: nos cruzamos con el que llegaba de último, o de penúltimo, no lo sé. Un señor bastante mayor con más moral que el alcoyano y con un aspecto bastante más fresco del que llevaba yo unos ocho minutos antes. Inmediatamente pensé en que el pobre hombre no iba a tener ni una miserable barrita de cereales, puesto que yo acababa de comerme la última. Los de championchip, como siempre, rapidísimos, sacaron los resultados al poco rato y podías consultar el tuyo a través del código QR que incluía el dorsal. Viva la tecnología. Así me enteré de que había llegado de antepenúltima y de última entre las cien mujeres que habían corrido. Y yo encantada: había cumplido mi objetivo en dos minutos menos y no me había muerto. ¿Qué más se puede pedir?
Y es que la cosa es como le dije yo a la del puesto de control del 7,5: no es peor que parir.

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