martes, 7 de octubre de 2014

LA CORUÑA 10 2014: CÓMO ACABÉ MI SÉPTIMA DIEZ MIL

Dorsal verde que me asigna el cajón plebeyo
Heeeey, queridos vaguetes, long time ago. ¿Qué tal os ha tratado el veranete?  ¿Habéis corrido mucho o más bien os habéis dedicado al dolce far niente en la silla de la playa? Los que habéis tenido la suerte de tener tiempo de playa, claro. Yo regreso decidida a seguir contando mis pocas gracias y mis muchas desgracias, así que antes de chafardearos mi carrera del domingo, voy a rebobinar un poco hasta donde lo dejamos la última vez. Creo recordar que andaba yo más contenta que el "Happy" de Pharrell Williams ampliando mis horizontes y estrenando mis nuevas zapatillas Asics, allá por junio, con muy pocos remordimientos de conciencia por haber puesto los cuernos a mis Saucony de toda la vida. Acabé el curso haciendo ya un rodaje de doce kilómetros semanales y con buen ánimo y a finales de mes tuve que parar unos días por motivos que no vienen al caso. En julio empecé a correr de nuevo y llegó la sorpresa, súbita y desagradable: un dolor espantoso en la rodilla derecha durante el primer kilómetro de rodaje. Como si me dieran con un bate de béisbol en mitad de la rótula. Hice caso omiso y seguí entrenando en plan tranqui, entre diez y quince kilómetros a la semana para no perder la costumbre.

Para cuando volví en serio ya en septiembre el dolor se extendía a ambas rodillas, me duraba toda la carrera y empezaba a afectar también a las espinillas, y entonces sí que me empecé a preocupar de verdad. No era capaz de correr más de un kilómetro seguido sin tener que andar un poco. ¿Cómo me las iba a arreglar teniendo mi primera carrera de la temporada a la vuelta de la esquina? Empecé con un método ensayo-error pensando que no podía ser nada de cuidado: sólo llevo tres años corriendo, hago pocos kilómetros a un ritmo de tortuga, nunca hice deportes de torsión, ni de torsión ni de nada, vaya... probé a echarme cremas de calor antes de salir, a ponerme rodillera, a echarme frío al llegar, a subir y bajar escaleras, a calentar a lo bestia, a pedalear a lo bestia... nada. Entonces empecé a pensar que la cosa tenía que ser de la suma zapatillas+plantillas. Solo tuve que hacer un rodaje con mis antiguas saucony y mis plantillas ortopédicas para erradicar el problema. Ahora tengo unas bonitas asics nuevas de cien pavos del ala que solo me sirven para pedalear, caminar y otras cosillas suaves. No sé dónde está el problema, si en el exceso de amortiguación o si en que por consejo de la chica de la tienda me llevé un número más, pero el asunto es que en el movimiento de retracción de la rodilla no me frenan y taloneo que da gusto, y de ahí el dolor. Comento todo esto por si le puede servir de ayuda a alguien que esté en la misma situación.

En fin, que el miércoles pasado ya tenía todo preparado para correr mi séptima diez mil, congratulándome porque habían cambiado el recorrido por otro mucho más asequible sin cuestas arriba, aunque un poco más feo. El índice de participación se anunciaba apoteósico y así fue: a cuarenta y ocho horas de la prueba había seis mil inscritos. Estaba tranquila, subsanado el problema de las rodillas lo único que quería era pasármelo bien y pasar de bajar tiempos, y, sobre todo, ir bien: el primer año fui con una contractura de cervicales y el año pasado convaleciente de un resfriado brutal. Solo pedía que los virus me dejaran en paz. No fue posible: el jueves me levanté con dolor de garganta y el domingo por la mañana era un puro ay de tantas agujetas que tenía de pasarme la noche tosiendo. Es lo que hay. ¿Me quedé en casa? Por supuesto que no, y menos después de lo que tuve que luchar contra la puñetera organización y su maldita falta de previsión. Acercaos, niños, ha llegado la hora de escuchar el cuento de los sapos y las culebras contado por la tita Morgana.
Punto uno: es la primera vez que llego a recoger un dorsal dos días antes de una prueba y me encuentro una cola de hora y media (sí, han leído bien) para hacerlo. Eso sí, en la planta de deportes de cierto centro comercial que suele estar más vacío que la nevera de Carpanta, por si acaso mientras te mueres de asco esperando se te ocurre comprar algo. Como decían los del foro de Correr en Galicia, tardabas más en coger el dorsal que en correr los putos diez kilómetros, incluso yo. Me pregunto cómo harán en carreras de cierta enjundia como la MAPOMA o la San Silvestre Vallecana, vaya...
Punto dos: ¿en qué cabeza cabe colocar la línea de salida en una zona que está en obras, con un estrechamiento en los primeros quinientos metros que va a provocar un tremendo embudo y cabrear, por consiguiente, al que vaya intentando hacer marca, y con el peligro añadido de los adelantamientos, pisotones, codazos, etc? Ah, sí, al que asó la manteca, cierto. La salida fue tan lenta que tengo un desfase de tres minutos entre el tiempo oficial y el tiempo neto.
Punto tres: sabiendo como se sabe por anteriores ediciones que en dicha prueba lo normal es que el día sea caluroso y soleado... ¿cómo es posible que en avituallamiento del kilómetro cinco no hubiera agua para todo el mundo? Y peor: ¿cómo pudieron dejar sin agua a los niños en su prueba de pitufos? Si, ya, claro, no se esperaba tanta participación, pero la carrera fue el domingo y la inscripción se cerró el martes. ¡No excuses! Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Vayamos al tajo pues. Amaneció un día estupendo, me levanté hecha un cristo después de toda la noche estornudando y tosiendo y decidí ir igualmente, que de retirarse siempre hay tiempo. Además, el churri iba a correr por fin después de un año en el dique seco y me hacía ilu ir juntos. Tras repetir como un mantra mil veces eso de "habla chucho que no te escucho" mientras mi madre y el susodicho desgranaban las mil y una razones por las que debería quedarme en la cama a pesar de no tener fiebre ni los bronquios comprometidos, enfilé hacia el paseo del Parrote muy convencida de que la cosa iba a ir bien. Trotamos y anduvimos en plan calentamiento hasta la salida, ya muy concurrida, y cada uno se fue a su cajón: el churri en el dos y yo para el último con los pobres pero honraos. Tuve un ataque de tos mientras esperábamos el pistoletazo y la gente me miraba con aprensión. No era para menos. Afortunadamente llevaba los tirantes del sujetador técnico abarrotados de clínex. La salida, fijada para las diez y media zulú, se retrasó unos minutos y fue lenta lentísima. Empecé a trotar pendiente de mi rodilla, que me dolía un poco, y en menos que canta un gallo ya estaba metida en mi séptima diez mil.
Como viene siendo lo habitual en mis últimas carreras, pasé de salir como un espútnik y no establecí la velocidad de carrera hasta el kilómetro tres, en que fijé el rodaje en unas semi-cómodas 174 pulsaciones de media, lo que suponía un ritmo de 6' al principio y un desagradecido 7' allá por el kilómetro nueve. En el tercer kilómetro muchos de los que me rodeaban ya iban combinando andar y correr. Yo conseguí no andar ni un solo centímetro del recorrido y hacerlo todo corriendo. En el kilómetro cuatro me llegó el momento revelación y mi único pensamiento era calcular cómo iba a invertir el medio litro de agua que me iban a dar en el kilómetro cinco. Normalmente bebo la mitad y me tiro la otra mitad por encima. El público animaba muchísimo. Es lo único bueno de que haga buen día. De la rodilla ya hacía rato que me había olvidado, más bien iba luchando por mantener mi garganta limpia de secreciones. Y es que no hay nada como una buena carrera para desatascar las cañerías, de verdad.

Por fin llegamos al avituallamiento y no quieran saber la cara de gilipollas que se me quedó cuando le dieron la última botella de agua al chico que iba delante de mí. ¡Y ver a todo el mundo tirando las botellas a medias mientras yo me moría de sed! A pesar de que no iba nada hecha polvo, la rabia me dio nuevas energías y empecé a gambear y a pasar gente como una loca. Y es que solo quedaban dos kilómetros para que empezara la cuesta abajo que conducía a la meta, cuesta que me conozco muy bien porque es la de la San Silvestre. Y cada vez iba más gente andando.

Mi culito y yo, lentos pero seguros
Para entonces yo ya rodaba a los malditos 7' pasando kilos de plantearme esprintar para intentar entrar en menos  tiempo. Si hubiera tenido agua... aún. A palo seco, ni de coña. Entre mocos y sudor creo que perdí un par de litros de líquido. Así que llegué a meta sin pena ni gloria, furiosa cuando vi la diferencia entre el cronómetro del arco y el de mi reloj de pulsera. Pero bueno, bien está lo que bien acaba. Por lo menos pude resarcirme en el avituallamiento de meta cuando me dieron dos botellas de líquido y el delicioso pan con pepitas de chocolate.
El churri entrando en meta y comprobando que no llega tarde
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Hala, se acabó lo que se daba. A otra cosa, mariposa.
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Agua... ¿dónde está el aguaaaa?
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 En fin, nada digno de destacar excepto que me estoy haciendo una experta en correr con virus a cuestas. A ver si la organización se esmera un poco más la próxima vez. Yo por mi parte empiezo una nueva temporada con nuevos objetivos, nuevos proyectos y nuevas ilusiones. Cuarenta y ocho horas después no me duele la rodilla, apenas tengo agujetas y sigo moqueando mucho. ¿Qué más se puede pedir?

Estaremos en contacto, vaguetes. No olvidéis que os vigilo. Mil besotes.

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